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viernes, 11 de febrero de 2011

MATRIOSKAS


Viví hasta los veintiséis encerrada en una jaula. Mi madre nunca quiso tener en casa animales que no fueran racionales, aunque un día, en complot con mi padre, le endosé un pato de la Alfalfa, que vivió mucho tiempo en casa como si fuera un can. Rocky –nombre con el que bauticé al pato después de haberme enamorado perdidamente de Rocky Balboa-  era muy educado e incluso logré amaestrarlo y hacer que tirara muñequitos de cerámica con el pico cuando yo se lo pedía. Rocky se duchaba en la bañera como las personas y se acostaba cuando escuchaba la sintonía del telediario. Realmente era un pato adorable y muy casero.
Cuando se hizo grande mis padres me convencieron con mucha mano izquierda  de que Rocky debía vivir en un hábitat más acorde a su naturaleza y rodearse de sus congéneres. Yo accedí  y entonces anillamos a Rocky con un arito naranja y lo llevamos un domingo a la laguna del Parque de los Príncipes con gran pompa y ceremonia, incluido el equipo fotográfico completo. Convencidos de que hacíamos lo mejor para Rocky, lo soltamos en las tranquilas aguas de la laguna, donde nadaban plácidamente montones de patos. Nos sentamos en los veladores que había cerca a tomar un café mientras divisábamos a Rocky y analizábamos la reacción de los patos del parque ante su presencia. Entonces, de repente, Rocky emergió de las aguas gritando despavoridamente mientras unos tres patos lo perseguían con el pico de par en par y las alas extendidas. Rocky, buscando protección, irrumpió en el área de los veladores causando estragos entre los clientes, que salieron de estampida ante la presencia de una bandada de patos enloquecidos. Definitivamente, a Rocky le estaba vetado el Parque de los Príncipes. Lo llevamos de vuelta a casa en su caja de cartón, pero luego mi abuela se apiadó de él y lo llevó a vivir al pueblo, donde la acompañaba a casa de las vecinas, comía melón picado y tuvo muy buena vida hasta que murió de viejo, gracias a que mi abuela no se dejó convencer por su malévola vecina, que le sugería convertirlo en pato a la naranja.
Esa fue mi primera experiencia con animales en casa. Luego tuve una tortuga llamada Linda que murió rápido, también una gran colonia de caracoles que traje del colegio e invadieron techos y paredes, y por supuesto gusanitos de seda como casi todos los niños en aquella época. Pero mis primeras experiencias con perros fueron en el pueblo de mi abuela. Su casa tiene patio y corral, y como yo siempre viví en una jaula, ir allí me fascinaba. Jugar con el perro de mis abuelos era una mis diversiones favoritas cuando iba al pueblo. Primero fue Tarama, que era tan bueno que cuando yo era chica y me echaba en su cama me dejaba sitio. Además era tan limpio que cuando mi abuela pasaba la fregona no le pisaba lo mojado. Mi abuelo le apartaba comida de su plato y Tarama no se desprendía de él para nada. Tarama murió de cáncer, muy mayor, y mi abuela adoptó a Chiti. La primera vez que lo vi estaba dentro del delantal de mi abuela. Chiti se revolcaba por el suelo como una pelusa cuando nos veía llegar de Sevilla en el coche, lloraba y gritaba de alegría. Tenía una novia llamada Linda que era la mascota del de la taberna y ella lo visitaba todos los días en la casa, hasta que la atropelló una moto y murió, y Chiti estuvo sin comer muchos días. Me gustaba irme al campo con Chiti a pasear, yo sola, y de paso me fumaba un par de cigarros, porque en casa no sabían que fumaba. Chiti también iba todos los días al campo con mi abuelo, que era un solitario. Cuando ya tenía Alzheimer, se perdió y se cayó por un barranco. Fue Chiti el que vino a avisar a casa ladrando desesperado y entonces salió una pequeña expedición de vecinos a buscar a mi abuelo de noche y con linternas, y lo encontraron gracias al perro, que indicó dónde estaba. Chiti murió de viejo, todo canoso, rodeado de su familia.
Después de mis pequeños intentos infantiles de criar animales y mis contactos esporádicos con seres vivos domesticados, al fin llegó mi hora. Mi desquite, mi venganza. Ahora estoy cumpliendo mi sueño de tener matrioskas vivientes en mi propia casa. Y es que cuando trajimos una, en realidad llevaba muchas dentro. Mi casa está invadida de gatos, han tomado el lugar, se han hecho con el poder, dominando inclusive a los perros.
Es increíble en qué grado se cumplió mi sueño de no tener hijos sino bichos. Ahora, una marabunta felina me sigue cada vez que hago sonar una bolsa de plástico, una tropa de gatos me recibe cuando vengo de la calle y todas las mañanas hay mininos asomados en las ventanas emitiendo lastimeros maullidos para que les permita ingresar y echar una siesta en mi cama.
Ahora, si me tumbo en la hamaca siempre hay un gato abajo que se pone de pie para pincharme el culo, otro que se me posa en el michelín porque le gusta el balanceo y varios sentados alrededor custodiando mi descanso. Ya no puedo podar mis plantas sin tener varios intrusos atentos a las ramas que caen, ni me falta un perro o un gato que abrace mis piernas cuando estoy lavando ropa. Tampoco falta ya abono en el césped ni discusiones onomatopéyicas entre mis animales y yo. Para mucha gente, esto es un engorro de primera, y aunque no puedo negar que lo es un poco, estoy disfrutando de los animales por los veintiséis años que no pude. Hay gente que no lo entiende, pero también hay mucha gente a la que no entiendo yo.