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martes, 25 de enero de 2011

AVENTURAS EN EL MICRO


Los micros son los mini autobuses de transporte urbano. Se trata normalmente de chatarras importadas de Japón, vehículos en mal estado que allí ya no pueden circular porque no cumplen las mínimas normas de seguridad, pero que aquí utilizamos para nuestros desplazamientos- los que no tenemos dinero para comprar un coche, claro-.
Ir en micro es una experiencia inolvidable y muy folclórica por muchos motivos. Por un lado, suelen tener el techo tan bajo que si te toca ir de pie mejor que no tengas problemas cervicales, ya que la mayoría están pensados para pitufos y tendrás que ir todo el trayecto agachado. Por otro, porque no hay maquinitas para picar bono-buses ni nada similar: el conductor también es cobrador y está altamente capacitado para coger las monedas, contar el cambio y dártelo mientras conduce a gran velocidad – no hay por qué dejar de estar en movimiento mientras se cobra-. Como aquí hace mucho calor y los micros ni soñando tienen aire acondicionado, los choferes no soportan la temperatura de los asientos, por eso les quitan todo menos el armazón y colocan sobre el mismo una red de cuerditas de plástico que permiten refrescar las posaderas y la espalda, además de contribuir al libre albedrío de los gases que eventualmente necesiten ser expulsados.
Mi barrio, como ya saben, está en el extrarradio, allá donde las vacas pastan y las gallinas no conocen corral. Allá donde los patos nadan en los charcos. En este tipo de barrios, los micros son muy familiares, muy solidarios con el pueblo. No es como en el centro, donde simplemente pasan. Aquí pitan por las calles y puedes escucharlos a varios metros. Lo hacen para que los vecinos sepan que están llegando y se den prisa en salir para no quedarse en tierra. Eso de que piten a mi me encanta. Pero aunque no pitaran, el peculiar sonido de sus latas desencajándose en cada bache suele avisarte de que se acercan.
La estética interior de los micros suele ser muy rica. Los hay con los asientos forrados en tela vaquera, con fundas plásticas de función anti- transpirante o con cortinas viejas de floripondios. Supuestamente eso facilita la limpieza de los mismos, pero es una simple conjetura. La parte delantera, donde se encuentra el chofer, suele tener una decoración profusa a base de pegatinas con mensajes profundos, como “El placer de volar” o “Aquí todo es chévere: el carro, la música y el chofer”. Esa es otra, la música. No se puede negar que a falta de aire u otras comodidades, la mayoría de los micros ofrecen a sus pasajeros un buen servicio de hilo musical. Gracias a él uno puede escuchar los grandes éxitos de las Chicas Mañaneras o los hitos del reggaetón a tantos decibelios que la música acaba opacando el ruido del motor, que ya es decir.
Cuando el micro sale del barrio y al fin surca carreteras y calles asfaltadas, es maravilloso. Se alcanza velocidades intergalácticas, dejando una estela de humo negro y un tufillo a quemado que te indica que llegarás con tiempo a tu destino. Más aún si el chofer se pica con el chofer del micro de al lado y se enzarzan en una frenética competición por ver quién llega antes al siguiente rompe muelles. Esta indescriptible sensación de riesgo y aventura a veces se ve truncada por algún enfrentamiento verbal entre choferes, que al grito de “colla maldito” o “cojudo de mierda” frenan en seco a dos centímetros de chocar mientras hacen amagos de bajarse del vehículo para sacarse las infundias. Esto puede resultar más grave si ocurre en las estrechas calles del centro: una vez presencié como un chofer, por apurar el espacio, le rompió el retrovisor al chofer de mi micro. Entonces mi chofer se bajó y con toda tranquilidad le arrancó el retrovisor al otro, llevándoselo consigo. El otro ni siquiera se quejó, lo que me hizo pensar que realmente tienen formas de comunicación y resolución de problemas  muy sabias y ancestrales.
Muy interesante también es observar lo que ocurre cuando el micro pasa por un mercado de abasto. Cantidades ingentes de personas esperan allí su línea, cargadas con sacos y enormes bolsas por donde asoman cebollas, sandías y de todo. Muchas veces sus compras están en una carretilla, que es empujada por un carretillero al que contratan para que les ayude a trasladar la carga y subirlo todo al micro. Entonces, se abren las compuertas- que son manuales y se accionan con una palanquita que tira de un hilo- y antes que te des cuenta el micro está invadido por toda clase de verduras, ocupando gran parte del espacio anterior y obligando a los nuevos pasajeros a realizar peligrosas contorsiones si es que quieren pasar hacia atrás. Y si ya no hay espacio, existe la modalidad de “transporte sin capota”, que consiste en ir colgado como un mono de la barra que está sobre la puerta y sólo con los dedillos de los pies dentro del micro. Es refrescante y no sería una gran pérdida para nadie si te caes en una curva, mientras sigan a salvo los tomates. Además llevar la puerta abierta ventila y hace más llevadero el olor a cebolla.
Como ven, ir por la ciudad en micro es una experiencia divertida  y enriquecedora. He llegado a la conclusión que aunque tuviera dinero, no me compraría un coche.

COMPATRIOTAS


Creo que es muy común que a las personas del mismo origen que emigran por un largo tiempo a otro país les dé por asociarse entre ellas. Pero no es mi caso.
Desde que estoy aquí sólo me he relacionado con compatriotas de manera casual y aunque inicialmente me parecía importante relacionarme con personas de mi mismo origen, enseguida desistí. Por una parte, no tengo ningún interés en pertenecer a un gueto y por otra, no me siento ya miembro de una cultura en concreto, ni creo que mi origen me describa o identifique especialmente.
La mayoría de los compatriotas que he conocido aquí parecían sentirse incómodos con lo que les rodeaba: personas, cultura, clima, comida. Casi todos hablaban con cierto desprecio sobre su vida cotidiana aquí y parecían no poder sobrevivir mucho tiempo sin tener cerca a su familia, sus costumbres, sus calles y hasta sus aceitunas con anchoas. La mayoría de esas personas por supuesto ya no viven aquí.
Yo me pregunto si seré un ente frío y distante, o como dice mi madre una descastada, pero no lo veo así. Es verdad que en algunos momentos he sentido rabia e impotencia por diferentes motivos, pero nunca hasta el punto de pensar que no lo soporto y debo huir hacia atrás.
He observado que existe un raro síndrome que hace que cuando un español se instala aquí poco a poco vaya adquiriendo un comportamiento que al llegar no tenía. Es como si al sacarlo de su elemento y una vez pasada la novedad, se descolocara y ya no pudiera ver más allá de sus narices. Esto es algo que me ha llamado mucho la atención en estos años y que no esperaba. Pensaba que los españoles éramos “especiales”, que sabíamos estar, que éramos solidarios entre nosotros y generalmente honestos con todo el mundo. Ideas muy infantiles, por lo que podido comprobar. Es como si, al estar lejos del radio de acción de la familia y los amigos que los conocen de siempre y les podrían reprochar su actitud, aprovecharan para hacer lo que difícilmente harían en su país.
En algunas situaciones he pedido ayuda a compatriotas míos aquí. La primera vez fue a mi cónsul, porque la mismísima Migración hizo desaparecer mi pasaporte cuando estaba haciendo mis trámites de residencia. El apoyo moral que me brindó fue reírse de mí y decirme que “nosotros en la época de la colonia les robamos muchas cosas y ahora les toca a ellos robarnos”. Y jamás movió un dedo por ayudarme. Luego, cuando salió del cuerpo consular, me enteré que tenía procesos judiciales en su contra en Bolivia por ilegalidades que había cometido.
La última vez que pedí ayuda a un español aquí, me dijo que “Gandhi sólo hubo uno y Madre Teresa de Calcuta sólo hubo una”, y que era mejor conformarse con la injusticia porque la vida da muchas vueltas y es preferible tener a los malos de tu parte porque luego los puedes necesitar. Y como yo discrepé y reclamé mis derechos, me dijo que lo había traicionado, porque claro, él era uno de los malos. Tan sólo he contado el primer y último caso que me afectó personalmente, pero he visto bastantes más y muchos de ellos no tenían nada que ver conmigo.
Todo esto me ha hecho pensar mucho acerca de quiénes somos, si somos los mismos en casa y fuera de ella, si existe algo que nos define como pueblo. Sabemos que cada cual es único, que tiene sus peculiaridades, pero… ¿realmente existe algo en nuestra cultura que nos hace parecidos? Y, ¿ese algo es lo que pensamos? ¿Nos comportaríamos igual si fuéramos a un país europeo que a un país africano?¿Es voluble nuestra personalidad?
Estas experiencias han hecho cambiar mucho los conceptos que tenía acerca de mi cultura y de mi origen. Siempre trato de estar en contacto con aquello que tenía allí y que sí merece la pena, como mis amigos. Siempre que mi familia puede enviarme o traerme cosas pido algunas típicas, como carteles de feria, cerámicas, comida, DVDs de mi ciudad para verlos una y otra vez. Pero no me siento orgullosa, ni siquiera encantada, de ser de donde soy. No presumo de ello ni lo muestro a los demás como algo que me define. Es algo que queda en mi casa, para mí.
Me pregunto por qué me he encontrado en este país tantos compatriotas que me han decepcionado, que me han hecho pensar “qué vergüenza que sea un paisano”. ¿Debería eso decepcionarme? ¿Deberíamos parecernos en base a nuestra nacionalidad o es que los seres humanos en general tenemos en común una cierta tendencia al abuso, al desprecio, a la falta de solidaridad?
Ante tantas dudas y experiencias, prefiero no pertenecer a ningún grupo. No busco círculos de compatriotas emigrantes, no me interesa asociarme con nadie. No creo lograr sentirme “como en casa” si lo hago. Me siento bien identificándome conmigo misma, siguiendo mi camino y disfrutando constantemente de mi individualidad.