Los micros son los mini autobuses de transporte urbano. Se trata normalmente de chatarras importadas de Japón, vehículos en mal estado que allí ya no pueden circular porque no cumplen las mínimas normas de seguridad, pero que aquí utilizamos para nuestros desplazamientos- los que no tenemos dinero para comprar un coche, claro-.
Ir en micro es una experiencia inolvidable y muy folclórica por muchos motivos. Por un lado, suelen tener el techo tan bajo que si te toca ir de pie mejor que no tengas problemas cervicales, ya que la mayoría están pensados para pitufos y tendrás que ir todo el trayecto agachado. Por otro, porque no hay maquinitas para picar bono-buses ni nada similar: el conductor también es cobrador y está altamente capacitado para coger las monedas, contar el cambio y dártelo mientras conduce a gran velocidad – no hay por qué dejar de estar en movimiento mientras se cobra-. Como aquí hace mucho calor y los micros ni soñando tienen aire acondicionado, los choferes no soportan la temperatura de los asientos, por eso les quitan todo menos el armazón y colocan sobre el mismo una red de cuerditas de plástico que permiten refrescar las posaderas y la espalda, además de contribuir al libre albedrío de los gases que eventualmente necesiten ser expulsados.
Mi barrio, como ya saben, está en el extrarradio, allá donde las vacas pastan y las gallinas no conocen corral. Allá donde los patos nadan en los charcos. En este tipo de barrios, los micros son muy familiares, muy solidarios con el pueblo. No es como en el centro, donde simplemente pasan. Aquí pitan por las calles y puedes escucharlos a varios metros. Lo hacen para que los vecinos sepan que están llegando y se den prisa en salir para no quedarse en tierra. Eso de que piten a mi me encanta. Pero aunque no pitaran, el peculiar sonido de sus latas desencajándose en cada bache suele avisarte de que se acercan.
La estética interior de los micros suele ser muy rica. Los hay con los asientos forrados en tela vaquera, con fundas plásticas de función anti- transpirante o con cortinas viejas de floripondios. Supuestamente eso facilita la limpieza de los mismos, pero es una simple conjetura. La parte delantera, donde se encuentra el chofer, suele tener una decoración profusa a base de pegatinas con mensajes profundos, como “El placer de volar” o “Aquí todo es chévere: el carro, la música y el chofer”. Esa es otra, la música. No se puede negar que a falta de aire u otras comodidades, la mayoría de los micros ofrecen a sus pasajeros un buen servicio de hilo musical. Gracias a él uno puede escuchar los grandes éxitos de las Chicas Mañaneras o los hitos del reggaetón a tantos decibelios que la música acaba opacando el ruido del motor, que ya es decir.
Cuando el micro sale del barrio y al fin surca carreteras y calles asfaltadas, es maravilloso. Se alcanza velocidades intergalácticas, dejando una estela de humo negro y un tufillo a quemado que te indica que llegarás con tiempo a tu destino. Más aún si el chofer se pica con el chofer del micro de al lado y se enzarzan en una frenética competición por ver quién llega antes al siguiente rompe muelles. Esta indescriptible sensación de riesgo y aventura a veces se ve truncada por algún enfrentamiento verbal entre choferes, que al grito de “colla maldito” o “cojudo de mierda” frenan en seco a dos centímetros de chocar mientras hacen amagos de bajarse del vehículo para sacarse las infundias. Esto puede resultar más grave si ocurre en las estrechas calles del centro: una vez presencié como un chofer, por apurar el espacio, le rompió el retrovisor al chofer de mi micro. Entonces mi chofer se bajó y con toda tranquilidad le arrancó el retrovisor al otro, llevándoselo consigo. El otro ni siquiera se quejó, lo que me hizo pensar que realmente tienen formas de comunicación y resolución de problemas muy sabias y ancestrales.
Muy interesante también es observar lo que ocurre cuando el micro pasa por un mercado de abasto. Cantidades ingentes de personas esperan allí su línea, cargadas con sacos y enormes bolsas por donde asoman cebollas, sandías y de todo. Muchas veces sus compras están en una carretilla, que es empujada por un carretillero al que contratan para que les ayude a trasladar la carga y subirlo todo al micro. Entonces, se abren las compuertas- que son manuales y se accionan con una palanquita que tira de un hilo- y antes que te des cuenta el micro está invadido por toda clase de verduras, ocupando gran parte del espacio anterior y obligando a los nuevos pasajeros a realizar peligrosas contorsiones si es que quieren pasar hacia atrás. Y si ya no hay espacio, existe la modalidad de “transporte sin capota”, que consiste en ir colgado como un mono de la barra que está sobre la puerta y sólo con los dedillos de los pies dentro del micro. Es refrescante y no sería una gran pérdida para nadie si te caes en una curva, mientras sigan a salvo los tomates. Además llevar la puerta abierta ventila y hace más llevadero el olor a cebolla.
Como ven, ir por la ciudad en micro es una experiencia divertida y enriquecedora. He llegado a la conclusión que aunque tuviera dinero, no me compraría un coche.
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