Creo que es muy común que a las personas del mismo origen que emigran por un largo tiempo a otro país les dé por asociarse entre ellas. Pero no es mi caso.
Desde que estoy aquí sólo me he relacionado con compatriotas de manera casual y aunque inicialmente me parecía importante relacionarme con personas de mi mismo origen, enseguida desistí. Por una parte, no tengo ningún interés en pertenecer a un gueto y por otra, no me siento ya miembro de una cultura en concreto, ni creo que mi origen me describa o identifique especialmente.
La mayoría de los compatriotas que he conocido aquí parecían sentirse incómodos con lo que les rodeaba: personas, cultura, clima, comida. Casi todos hablaban con cierto desprecio sobre su vida cotidiana aquí y parecían no poder sobrevivir mucho tiempo sin tener cerca a su familia, sus costumbres, sus calles y hasta sus aceitunas con anchoas. La mayoría de esas personas por supuesto ya no viven aquí.
Yo me pregunto si seré un ente frío y distante, o como dice mi madre una descastada, pero no lo veo así. Es verdad que en algunos momentos he sentido rabia e impotencia por diferentes motivos, pero nunca hasta el punto de pensar que no lo soporto y debo huir hacia atrás.
He observado que existe un raro síndrome que hace que cuando un español se instala aquí poco a poco vaya adquiriendo un comportamiento que al llegar no tenía. Es como si al sacarlo de su elemento y una vez pasada la novedad, se descolocara y ya no pudiera ver más allá de sus narices. Esto es algo que me ha llamado mucho la atención en estos años y que no esperaba. Pensaba que los españoles éramos “especiales”, que sabíamos estar, que éramos solidarios entre nosotros y generalmente honestos con todo el mundo. Ideas muy infantiles, por lo que podido comprobar. Es como si, al estar lejos del radio de acción de la familia y los amigos que los conocen de siempre y les podrían reprochar su actitud, aprovecharan para hacer lo que difícilmente harían en su país.
En algunas situaciones he pedido ayuda a compatriotas míos aquí. La primera vez fue a mi cónsul, porque la mismísima Migración hizo desaparecer mi pasaporte cuando estaba haciendo mis trámites de residencia. El apoyo moral que me brindó fue reírse de mí y decirme que “nosotros en la época de la colonia les robamos muchas cosas y ahora les toca a ellos robarnos”. Y jamás movió un dedo por ayudarme. Luego, cuando salió del cuerpo consular, me enteré que tenía procesos judiciales en su contra en Bolivia por ilegalidades que había cometido.
La última vez que pedí ayuda a un español aquí, me dijo que “Gandhi sólo hubo uno y Madre Teresa de Calcuta sólo hubo una”, y que era mejor conformarse con la injusticia porque la vida da muchas vueltas y es preferible tener a los malos de tu parte porque luego los puedes necesitar. Y como yo discrepé y reclamé mis derechos, me dijo que lo había traicionado, porque claro, él era uno de los malos. Tan sólo he contado el primer y último caso que me afectó personalmente, pero he visto bastantes más y muchos de ellos no tenían nada que ver conmigo.
Todo esto me ha hecho pensar mucho acerca de quiénes somos, si somos los mismos en casa y fuera de ella, si existe algo que nos define como pueblo. Sabemos que cada cual es único, que tiene sus peculiaridades, pero… ¿realmente existe algo en nuestra cultura que nos hace parecidos? Y, ¿ese algo es lo que pensamos? ¿Nos comportaríamos igual si fuéramos a un país europeo que a un país africano?¿Es voluble nuestra personalidad?
Estas experiencias han hecho cambiar mucho los conceptos que tenía acerca de mi cultura y de mi origen. Siempre trato de estar en contacto con aquello que tenía allí y que sí merece la pena, como mis amigos. Siempre que mi familia puede enviarme o traerme cosas pido algunas típicas, como carteles de feria, cerámicas, comida, DVDs de mi ciudad para verlos una y otra vez. Pero no me siento orgullosa, ni siquiera encantada, de ser de donde soy. No presumo de ello ni lo muestro a los demás como algo que me define. Es algo que queda en mi casa, para mí.
Me pregunto por qué me he encontrado en este país tantos compatriotas que me han decepcionado, que me han hecho pensar “qué vergüenza que sea un paisano”. ¿Debería eso decepcionarme? ¿Deberíamos parecernos en base a nuestra nacionalidad o es que los seres humanos en general tenemos en común una cierta tendencia al abuso, al desprecio, a la falta de solidaridad?
Ante tantas dudas y experiencias, prefiero no pertenecer a ningún grupo. No busco círculos de compatriotas emigrantes, no me interesa asociarme con nadie. No creo lograr sentirme “como en casa” si lo hago. Me siento bien identificándome conmigo misma, siguiendo mi camino y disfrutando constantemente de mi individualidad.
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